Desaliñado

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No estoy seguro si lo que me despertó fue el olor a vinagre en el aire o el sonido de la escopeta siendo cargada. De lo que sí estoy seguro es que aquella noche había dejado la ventana de mi habitación abierta, como todas las otras noches cálidas de aquel verano.

–Puedo oler la comida. Dámela, o disparo.

Sólo pude mirar al frene, fijando la mirada en la puerta corrediza de mi armario. Estaba acostado de lado, congelado, con la espalda hacia la ventana por la cual la voz rasposa se había vertido. Lo único que separaba la escopeta de mi espalda, salvo aire y espacio, era una cobija ligera. Mi atención estaba dividida entre los sonidos del viento que cargaba el aire avinagrado, el pulso acelerante de mi corazón y la respiración laboriosa del intruso.

Decidí fingir que aún dormia. Evitando la confrontación, la amenaza podría deshacerse de sí mísma por algún milagro. Como en muchas otras ocaciones, opté por la inacción. Decidí que ésta era la mejor opción. Si hubiera muerto, nadie podría argumentar que habría sido por alguna reacción desmedida de mi parte.

–Puedo oler la comida. Te veo ahí. Dámela, o disparo.

Permanecí inmóvil. Supuse que mi apuesta había sido recompensada cuando oí los pies del intruso arrastrarse a medida que empezó a alejarse. Escuché cómo el pasto del patio trasero cepillaba lo que imaginaba eran las suelas de goma de las botas de un hombre. Llegó al fin de mi patio, sólo uno en una serie de patios interconectados en la colonia, separádos únicamente por cercas de madera que medían un metro ochenta.

Me lancé al suelo de mi recámara y suspiré aliviado por la primera vez desde que había despertado. Tan pronto mi cuerpo golpeó la alfombra, pausé mi respiración una vez más, esperando escuchar el estampado atenuado de las botas del intruso cayendo sobre el pasto del patio del vecino al brincar la cerca. Aquél sonido jamás llegó.

–Puedo oler la comida. Dámela, o disparo.

La proverbial siguiente ventanilla. No la del próximo patio, como tal, sino la de la habitación de mi madre. Antes de terminar de pararme, ya estaba corriendo. Abrí la puerta de mi habitación súbitamente.

–Puedo oler la comida… –– escuché mientras me volaba el pasillo. –Dámela, o––

–¡BANG!

Al terminar de resonar en mi jadeante pecho la sonorosa explosión del disparo de la escopeta, vi a mi madre hablando por el teléfono alámbrico mientras tomaba una copa de vino, sentada dándole la espalda a la ventana abierta. Las cortinas translucidas que ondulaban en el viento permanecían cerradas, cubriendo la apertura de la ventana.

Con la adrenalina en su apogeo, comencé a interpretar la escena que percibía a través de las cortinas, justo afuera de la ventana. Mi vecino estaba sentados sobre la cerca, fumando un cigarro, volteando de costado a ver al hombre, que también estaba sentado sobre la barda, apuntando una escopeta humeante hacia el cielo.

–No tengo comida, güey. –– contestó mi vecino mientras el humo de la escopeta bailaba con el humo que el exhalaba al fumar.

Mientras señalaba a mi madre que debía tirarse al suelo, una expresión aterrorizada ocupó su rostro.

–Puedo oler la comida. Dámela o–– mientras terminaba de bajar a mi madre al suelo y el vino teñía su cama, mis ojos encontraron los del hombre. Podía jurar que eran grises.

Lancé mis brazos a través de la ventana, tomando al hombre del cuello de su abrigo, mientras él movía a apuntar la escopeta en mi dirección. Actué, para no tener que reaccionar. El tenía la ventaja de la altura, pero el aventajado era yo, ya que tenía ambos piés en tierra firme. Aunque para ser justos, el tenía una escopeta. Y aún asi, al dar su espalda contra el suelo y yo someterlo, la escopeta no era más. Me encontré mirando al fondo del cañon de un revolver.

Le dí un gancho derecho en la cara. Mi puño aterrizó en y empujó contra una barba áspera como esponja de acero. Era más rápido soltar un gancho derecho que intentar desarmarlo, y tenía mejores probabilidades de desarmar a un hombre sacudido y desorientado. Lo volví a golpear y, a ojo de buen cubero, decidí que eso era suficiente para maniobrar exitosamente a desprenderlo de su revolver. Lancé ambas manos sobre su puño armado. Antes de acabar de quitarle el arma, la disparó tres veces al techo, cada tiro un poco más lejos de mi rostro que el anterior.

El revolver se sentía ligero en mi mano. Por alguna razón, tres balas cargadas fueron todo lo que tuvo el revolver mientras existió. Lo lancé fuera de la habitación hacia el pasillo. Nunca lo escuché caer. Quedaba únicamente lidiar con un hombre mucho menos peligroso bajo cualquier estándar.

Mientras lo arrastraba hacia afuera de la habitación de mi madre, el hombre gruñó, gimió y balbuceó palabras ininteligibles. Para evitar que escapara de mi control, le puse la rodilla al pecho y sostuve sus brazos contra el suelo. Al intentar volterlo boca abajo, comenzó a roer, no morder, roer mis manos. Su esfuerzo fracasó de forma espectaclar; he sido roído por dientes exageradamente más filosos.

Me las arreglé para ponerlo boca abajo y quedé estirando sus brazos detrás de su espalda para inmovilizarlo.

–¡Mamá! ¡Tráeme una cuerda o algo, necesitó amarrarlo!––grité mientras lo arrastraba a la puerta principal de la casa.

El hombre gruñó una vez más, balbuceó alguna otra cosa, nada que alguien pudiera haber entendido. En la conmoción del momento, no podría haber descrito al hombre, excepto que era desaliñado.

Mientras mi madre me proporcionaba un par de esposas policiacas que había encontrado en el cajón de cosas sueltas de la cocina, le pedí que llamara a la policía. Al esposar al hombre desaliñado con las manos detrás de la espalda, miré detrás de mí hacia la puerta principal. Había un perro grande en la casa y éste miraba hacia afuera a través de la puerta principal abierta. El perro volteó a mirarme a mí. Sus ojos, grises, se clavaron en los míos. Detrás del perro solo podía ver una luz brillante. Era de día.

El perro no se me hacía conocido, pero me recordó a mi perro.

«Él debe estar seguro durmiendo en su cama.»––pensé. Mis ojos permanecieron fijados en los del perro y decidí que ese perro salvaja debía pertenecer ese hombre salvaje que yo había capturado.

Mi madre me dió el teléfono, el pinche alámbrico, que yo estiré a mi oído contra la tensión del alambre que se desenchinaba. Antes de poder hablar, escuché la voz de quien debe ser la mujer más burbujeante que ha pisado éste planeta.

My mother handed me the phone, the fucking landline, which I pulled next to my ear, against the tension of the uncoiling chord. Before I could speak, I heard what must have been the most cheerful lady ever to step foot in the world.

–¡Gracias por llamar al servicio de emergencia!¡Mi nombre es Estafany, es un gusto servirle!¡El gobierno del estado se enorgullece de haber reducido drásticamente el tiempo de respuesta de los servicios de emergencia en tan solo tres años! Antes de ayudarle con su emergencia, en gustaría presentarle la oferta de nuestros varios servicios. Tenemos descuentos en paquetes turísticos, fiestas para niños, rentas por hora de salas tipo «lounge», coaching personal, lecturas de cartas astrales––

–Mamá, ¿qué numero marcaste?–– le pregunté con tranquilidad a mi madre. –066.––contestó. El número de emergencia de la ciudad en la que nací. –Mamá, marca 911 porfabor; estamos en Estados Unidos.––le rogé regresándole el teléfono.

Al mirar detrás de mí una vez más, reconocí a mi propio perro. Estaba acostado, sacudiendo la cola, mirando hacia afuera por la puerta principal. Volteó la vista hacia mí, jadeando. Una sonrisa enerética ocupaba su rostro.

Al darme mi madre el teléfono una vez más, le pedí que fuera por mi hermana, quien debería haber estado vigilando a mi perro. Para este punto, dada la conmoción y el tiempo transcurrido, me extrañaba que ella todavía no hubiera salido de su habitación. Mi madre subió tranquilamente las escaleras para buscar a mi hermana mientras yo volvía a estirar el teléfono alámbrico hacía mi cara, con el intruso aún forcejeando en esposas y balbuceando neuróticamente debajo de mí.

–Hi!––dice otra mujer chispeante. –911, how can we help today?––Procedí a explicarle la situación. –Envíen a alguien inmediatamente porfabor, no sé cuanto tiempo lo pueda mantener sometido. Estoy en–– ––Sí, sabemos donde vives. Alguien llegará pronto.––interrumpió. ––Asegúrense de también enviar a control animal; trajó un perro.––agregué mirando hacia abajo, donde estaba el perro con correa que yo había capturado más temprano. El perro intentaba roer la correa, haciendo el mínimo esfuerzo por escapar, pero además de eso, solo permanecía tranquilo a mis pies.

Aun sentía urgencia, pero ya no sabía exactamente porqué. Levanté la vista para ver a mi madre arrastrando a mi hermana de la mano al bajar las escaleras. Mi hermana portaba audifonos cancela-ruido y sus ojos estaban anclados a su tableta. Seguramente estaba viendo alguna serie en Netflix.

–¿Qué chin––me detuve––¿Estás bien? –Sí, ¿tú?––contesta, levantando la mirada de su tableta por primera vez. –¿Porqué tan histérico?––pregunta como si no acabara yo de capturar un maniaco, aunque hambriento, homicida y su perro.

Aun tenía el teléfono en la oreja y la operadora del servicio de emergencia me contaba sobre su día vigorosamente mientras yo, sin éxito, intentaba impresionarle la urgencia de enviar a la policía a mi casa. Susipiré y miré hacia abajo una vez más para monitorear al hombre hecho perro una vez más, reconociendo ahora a mi propio perro con absoluta certeza, volteandome a ver, sonriendo como siempre lo hace cuando estamos próximos a una caminata o a jugar a la pelota, a la espera de que yo haga algo. Se veía hambriendo. Adorable y desaliñado, como siempre ha sido.

(Sí, esta es una historia ficticia)

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