La forma en la que veo, juzgo y me relaciono con las personas ha sufrido grandes transformaciones a lo largo de mi vida. En algunos casos, el cambio ha sido efecto de eventos particulares que dejaron en mí una marca indeleble. En otros, mi perspectiva ha evolucionado como producto inevitable del proceso de maduración. El punto es que tanto las epifanías como los cambios graduales se han probado capaces de influir sobre la forma en la que percibo el mundo, la vida y a las personas.

Sea cual sea el orígen de cada cambio de perspectiva, la tendencia es que dichos cambios se vuelvan intrínsecos en mi forma de ver el mundo, sin requerir un esfuerzo consciente por mantenerlos. Esto es lo que sucedió cuando entendí que los seres humanos son, por naturaleza, imperfectos, y perdí mi habilidad para odiar a las personas.

En mi interminable ejercicio introspectivo, he llegado a una conclusión. Fueron tres los elementos/tipos de experiencia que, colectivamente, transformaron mi perspectiva, al grado que mi relación con el odio terminó.

Cabe mencionar que mi evidencia es empírica en su naturaleza y no he buscado estudios que la respalden. De nuevo, esto es meramente una reflexión introspectiva. Los elementos son los siguientes:

  1. Entender la subjetividad intrínseca de la historia
  2. Empatizar con aquellos que nos hacen daño
  3. Ver a un ser querido caer de su pedestal

Importante aclarar:

  • No odiar no significa no poder enojarte (el enojo es importante).
  • Cuando digo que «no soy capaz de odiar a las personas», no me refiero a que conscientemente he apagado el odio. No decido no odiar, simplemente la forma en que entiendo la naturaleza humana tiene como efecto el que dichos sentimientos no se produzcan (al menos en los últimos años) en mi, con relación a ninguna persona. Este punto es *clave. *
  • No pretendo convencerte de que esta es una fórmula infalible para alcanzar un estado superior de humanidad, mucho menos que yo lo haya alcanzado.
  • Tampoco estoy bajo la impresión de que el no odiar a las personas me convierta en una mejor persona que la promedio.

Es precisamente el punto de esta reflexión que, ninguna persona, sin importar sus acciones, creencias ni pensamientos, es mejor que otra.

La subjetividad intrínseca de la historia

Un mundo sin heroes ni villanos

La historia, siempre subjetiva, está repleta tanto de héroes como de villanos. A veces las líneas son claras y, al pasar el tiempo, se mantienen sin cambios. Grandes ejemplos de dicha realidad son personajes como Galileo Galilei y Adolf Hitler. Las contribuciones de Galileo, a pesar de lo que le costaron, impulsaron a la humanidad de forma incuestionable. Las de Hitler, por el otro lado, nos hicieron retroceder de forma trágica y horrorosa con aún mayor grado de certeza.

Existen ejemplos que no son tan claros.

Muchos de nosotros aprendimos en nuestra juventud, tanto por enseñanza de nuestros padres (inocentes en este caso) como por los líderes de la fe católica (no tan inocentes) que la Madre Teresa de Calcuta era la indiscutible imágen de la santidad. Dedicó su vida a brindarle apoyo a los más damnificados entre los pobres e indefensos.

Después crecimos y empezamos a leer e informarnos por nuestra cuenta. Nos enteramos de que sus «centros médicos» operaban bajo condiciones deplorables que, en la mayoría de los casos, empeoraban las condiciones de los pacientes. Además, resulta que ella era una de las principales promotoras de la campaña de la Iglesia Católica que decía que «Sí, el VIH/SIDA es malo, pero los condones son peores y su uso, que representa un pecado, está prohibido.»

Imagina lo que esta campaña le hizo a un África dónde el VIH y SIDA ya eran, en esos tiempos, una epidemia, o a una India donde la sobrepoblación ya causaba estragos económicos.

Cada quien tendrá su propia opinión sobre los méritos de la Madre Teresa y esta campaña. Desde una perspectiva totalmente objetiva, sin embargo, es evidente que esta campaña ha causado gran daño, de forma directa o indirecta, a las vidas de miles de personas, afectando particularmente a mujeres en los sectores con mayor pobreza y menor educación.

Con el impacto percibido en este último sector de la población, se puede argumentar, de nuevo objetivamente, que la Madre Teresa de Calcuta contribuyó directamente, a través de su plataforma y autoridad, a la perpetuación de la pobreza y el impedimiento del desarrollo económico. Después de todo y como insistía uno de los intelectuales más importantes del siglo XXI, Christopher Hitchens, es bien sabido (por la comunidad sociológica) que una de las claves para el desarrollo económico es el empoderamiento de las mujeres, especialmente en lo que concierne a su salud sexual.

Así llegamos a la conclusión de que la famosa Madre Teresa, quién llegó a ser canonizada (declarada santa) por el papa Francisco en el 2016, no es la heroína que tan inocentemente creímos que era. Al menos no con la pureza que creíamos. De la misma forma caen, ante nuestra inevitable exposición a la verdad, incontables idealizaciones de figuras que, vendidas a las masas como entidades de blanco o negro, resultan ser de grís.

Este es el caso de personas como Cristobal Colón, Miguel Hidalgo, Porfirio Diaz y Benito Juárez. Crecemos creyendo que son héroes o villanos absolutos, sólo para enterarnos que contribuyeron tanto para bien, como para mal, en variadas cantidades.

Y, ¿cuál es la lección aquí?

No existen heroes ni villanos. Al menos no de manera absoluta.

Yo podría describir a Hitler, obviando ciertos detalles, pero manteniendo absoluta precisión y veracidad en los datos que comparta, de tal forma que lo catalogues como una persona admirable. Esto no borra las atrocidades que se cometieron bajo su influencia, dirección y liderazgo.

Pero lo importante no es si la Madre Teresa no era totalmente buena o si a Hitler lo podríamos confundir con una persona decente. Lo importante es entender que cualquier personaje en la historia es igual de humano que los demás. Todos son tan capaces de hacer el bien como lo son de hacer el mal. Todos son capaces de grandes hazañas, así como de grandes errores. Esto se puede generalizar, más que al resto de los personajes legendarios de la historia (muchas veces exagerada o adulterada) a cualquier persona real que puedas conocer.

De la misma forma, puedes aprender verdades decepcionantes de tus padres, hermanos, abuelos, hijos, amigos, maestros, pareja o hasta de tí mismo, y no dejarán de ser seres dignos de amor y respeto por tu parte.

Empatizar con aquellos que nos hacen daño

Mi experiencia con el odio

Aquellos que me conozcan podrán ya saberlo. Aquellos que no probablemente no les sorprenderá. Mi experiencia en la educación básica, fuera de lo académico, fue bastante difícil. Por muchos años sufrí una cantidad excepcional de acoso, verbal y psicológico, en la escuela. Estoy hablando desde que puedo recordar (la primaria) prácticamente hasta que me gradué de la secundaria. Cabe mencionar que nunca me faltaron amigos y, en mi misma escuela, hubo a quiénes les fué mucho peor. Mi mayor arrepentimiento es no haber hecho más por estos últimos.

¿Mis acosadores? Al principio los odié. En muchos momentos me hicieron sentirme insuficiente. En otros simplemente me tenían harto, no porque me hiriera lo que decían, sino porque lo decían día tras día y no me dejaban en paz. Con el tiempo me di cuenta que perdieron la capacidad para agredirme de forma emocional. Sus insultos y constante acoso simplemente pasaron a ser fuente de estrés y desesperación. Se convirtieron más en una tortura por repetición que en lo que hoy llamamos «bullying».

Pero lo que importa en este caso no es tanto mi experiencia, sino mi reacción. Al principio, simplemente pedía que se detuvieran. Esto lo intenté por mucho tiempo y fuí, en todo el sentido de la palabra, una víctima. Me sentía mal conmigo mismo pero no necesariamente entendía que lo que me estaban haciendo era malo.

Eventualmente, a medida que escalaban el conflicto, los empecé a antagonizar. En la película de mi vida yo era el héroe y ellos los villanos. Todo lo malo en mi vida era a causa y culpa de ellos, quienes eran agentes de la crueldad del mundo sobre mí. Y en verdad los odié. No llegué a desearles ningún mal muy serio, pero de cierta forma, sus infortunios me hacían sentir mejor. Cuando alguno de ellos recibía una mala calificación, yo veía justicia en el mundo.

Se los llegué a decir en la cara. Les informaba, inocentemente, que me envidiaban (por cualquier razón) y eso los hacía sentir la necesidad de acosarme. En más de una ocasión, les llegué a sugerir que cuidaran sus palabras, ya que algún día trabajarían para mí (vaya que esas leyendas urbanas de Bill Gates me han hecho pasar momentos que, en retrospectiva, resultan vergonzosos). Entré en una actitud defensiva que, aunque podría justificarse, no fué más que combatir el fuego con fuego. En mi juventud, cansado de ser una víctima, les dije a mis agresores cosas que les pudieron haber causado tanto daño como ellos me causaron a mí.

Es imposible saberlo con certeza, pero estoy casi seguro que contribuí a agraviar cualquier inseguridad, problema personal o situación que les haya aquejado y hayan buscado, a través del acoso, subsanar.

Después maduré. Entre el acoso, los exámenes de matemáticas, mi creciente vida social y los pesares de la adolescencia, mi percepción cambió. Al estar expuesto, por tanto tiempo, a las actitudes irracionales que llevaban a mis compañeros a causarme tanto sufrimiento, no tuve de otra más que intentar empatizar. Los llegué a conocer más íntimamente.

Algunos se hicieron mis amigos, lo cual, en retrospectiva, me parece bastante normal. Cuando se dio la oportunidad, busqué formas de ayudarlos. A través de eso, los vi por lo que en realidad eran. No eran los villanos de mi película, y yo no era el heroe. Todos éramos seres humanos. Inseguros, imperfectos, inteligentes en formas que no imaginé y hasta graciosos en el contexto correcto.

Aún cuando el acoso continuaba, tal vez en una versión más tenue, pero constante, les llegué a perder el rencor. Los dejé de culpar por actuar como niños y adolescentes. Quiero ser claro, lo que hacían estaba mal y yo lo sabía, pero entendiéndolos, no lograba culparlos.

Por más que intentara, ya no los podía odiar.

Podría haber dicho que «los odiaba por principio», pero sólo me hubiera estado engañando a mi mísmo.

Ver a un ser querido caer de su pedestal

Cuando tu modelo a seguir incumple con tus expectativas

He llegado a creer que es una inevitabilidad de la vida de cada individuo el ser decepcionado por alguno de (aunque frecuentemente todos) sus seres queridos. En este caso utilizo la palabra «decepción» en su definición más técnica que emocional. No hablo solo de la decepción en el sentido que implica sufrimiento, pero de la «decepción» cómo acción y efecto de no cumplir con expectativas pre-existentes.

En este caso, con toda la pena, me disculpo al no poder compartir experiencias personales específicas. Aún dispuesto a discutir mi vida personal con total honestidad, no puedo traicionar la confianza de aquellos que forman parte de mi vida al exhibir sus cualidades y acciones menos deseadas, por menores y más anónimas que sean. En este caso te suplico, querido lector, que te conformes con un ejercicio totalmente conceptual.

Los modelos a seguir más importantes que adquirimos en el curso natural de nuestra vida tienden a ser personas que nos han impactado directamente y con toda la intención. Hablo de nuestros padres, hermanos, abuelos, amigos cercanos, mentores académicos, profesionales y hasta espirituales.

Son héroes que, a diferencia de los Einsteins, Messis y Enrique Peña Nietos del mundo, tienden a ser héroes solo para nosotros (o un sector extremadamente reducido de la población mundial). Y, al menos en nuestra infancia, todos comparten la misma característica:

Su infalibilidad los hace dignos de tener su propio pedestal en nuestra percepción del mundo natural.

Reitero: El caso que aquí propongo es meramente un vehículo para mi punto, no está basado en mi experiencia personal.

Tomemos como ejemplo a un niño de diez, para quien es complicado entender que sus padres, que le ofrecen amor, cariño y protección de manera incondicional, pudieran llegar a ser cualquier cosa menos perfectos.

Cuando, inevitablemente, dicho niño vuelto jóven adulto, se entera de que mucho antes que él naciera su padre conducía frecuentemente en estado de ebriedad, poniendo en peligro su vida y la de los demás, sufre una decepción. Esta es una decepción de tal magnitud que, el ahora jóven adulto, se ve forzado a cuestionar la posición de su padre en el pedestal anteriormente mencionado:

  • «¿Es mi papá una mala persona?»
  • «¿Qué separa a mi papá de todos aquellos que hoy considero seres deplorables por arriesgar tan irresponsablemente sus vidas y las de los demás?»
  • «¿Invalidará un solo vicio, hábito destructivo, error o mala acción, la naturaleza benévola que hasta este momento le he atribuído a mi progenitor?»
  • «¿Es válido ignorar esta cualidad que, en cualquier otra persona, sería imperdonable?»

En ese momento, el jóven adulto sensible baja a su padre del pedestal en el que lo tenía. Después de suficientes experiencias similares con distintas personas que respeta de sobremanera, puede llegar a abandonar completamente la práctica de poner a personas en pedestales.

Deja de esperar la infalibilidad de seres que son, por naturaleza, imperfectos.

En otras palabras, se da cuenta que todo somos humanos, con todo lo que eso implica.

Luego están las preguntas que, en mi opinión, convierten la reflexión de nuestro jóven adulto sensible en una reflexión verdaderamente poderosa:

  • «¿Es correcto suponer que alguien que conduce ebrio, sólo por eso, es una mala persona digna de mi odio?»
  • «¿Qué atributos de mi papá tendrían que compartir todos aquellos que hoy odio para cambiar la forma en que me hacen sentir?»
  • «¿Invalidará una sola virtud, hábito constructivo, acierto o buena acción, la naturaleza malévola que hasta este momento le he atribuído a aquellos que odio?»
  • «¿Es válido ignorar aquellas cualidades que, en alguién a quien quiero, serían admirables, solo porque odio a la persona en cuestión?»

Habiendo ya bajado a todos sus héroes de sus pedestales, el jóven adulto internaliza el corolario:

Si mis héroes no pertenecen en pedestales por su falibilidad intrínseca, dejando de ser héroes como consecuencia, es posible que mis villanos merezcan una consideración equivalente, dejando, como consecuencia, de ser villanos.

Esta es la noción que, en vista de los tres puntos anteriormente discutidos, definió mi perspectiva actual. A pesar del amor, cariño y respeto que le pueda tener a una persona, no soy capaz de esperar de ellos la benevolencia absoluta, independientemente de si me han decepcionado en el pasado o no.

De la misma forma, desde que mi percepción de la falibilidad de la humanidad permeó hasta mi subconsciente, no he sido capaz de perderle el respeto intrínseco del ser humano ni odiar a ninguna persona, ya sea viva, muerta, mediocre o excepcionalmente malévola.

Habiendo dicho todo esto, no creo que el odio sea una emoción inaceptable. Al contrario, como una emoción fundamental del ser humano, encuentro que es perfectamente justificable en muchas situaciones. Tampoco tengo la intención de asegurar que jamás volveré a sentir odio. Simplemente desde que cambió mi perspectiva y, hasta la fecha, no he conseguido volverlo a sentir (genuinamente espero que siga así).

Sin embargo, me gustaría proponer lo siguiente:

Como humanos, imperfectos, pero siempre en busca del crecimiento y la autosuperación, procuremos reservar el odio para las acciones, actitudes, ideologías y creencias que ponen en riesgo la integridad de los seres humanos, en lugar de para las personas en sí.

Comparte tu reflexión

Por último, me gustaría dejarte algunas preguntas para reflexionar:

  • Cuando dices que odias a una persona ¿verdaderamente les odias, o simplemente odias algo que dijeron, creen o (te) han hecho?
  • ¿Existe algo que, si te enteraras que le pasó a alguna persona que odias, haría que dejes de odiarles?
  • ¿Cómo te sentirías si te enteraras que alguien te odia por algo que hiciste o dijiste si decirlo o hacerlo no fue tu intención (o crees que está justificado)? ¿Esto cambiaría tu relación con el odio?

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