En la actualidad, uno no puede ver una película, escuchar una canción, leer un libro o entrar a alguna red social sin embarrarse la suela del zapato con una buena dosis de romance. Tomando en cuenta que el amor (léase «romance y sexualidad») es, quizá, el mayor motivador para el ser humano, esto no sorprende en lo absoluto. Si esto no es verdad, tal vez el hecho de que justo en este momento estoy escuchando la interpretación de La vie en rose de Louis Armstrong haya corrompido mi objetividad.

La ubicuidad del romance, ya sea como el sujeto u objeto del contenido que consumimos, tiene un efecto que rara vez reconocemos sobre la forma en la que entendemos la vida. Al menos en mi caso, me ha llevado a creer que el romance es un componente intrínseco de la experiencia humana. En mi modelo mental de la vida humana, la carencia del romance es posible, pero atípica.

Me encuentro, entonces, en una posición un tanto complicada. Me veo forzado a reconocer la disonancia entre mi práctica de la vida humana y la teoría que le corresponde. Afortunadamente, cómo amante de la ciencia, la disonancia entre la práctica y la teoría no me causa sorpresa ni conflicto.

Preguntarás, querido lector, «¿Dónde yace la disonancia?». La respuesta: mi vida, extendida a lo largo de dos y un tercio décadas, carece totalmente de un componente romántico. Nunca he estado enamorado, mucho menos he formado parte de una relación romántica.

Ya escucho a mis amigos exclamar: «¡Patrañas, el mismísmo Technical Boy me aseguró que estaba enamorado de Perenganita en nuestra niñez/adolescencia!». No es que les falle la memoria, sino que a mi me falló la razón.

Aquí es donde la cosa se pone técnica.

Amor en contexto

En un mundo en el que cada vez nos esforzamos menos para comunicarnos con precisión, es natural que se utilicen palabras o conceptos con definiciones partículares para expresar ideas más generales o lo suficientemente similares. Esto es posible gracias a la capacidad del ser humano para reconocer el contexto de la expresión y adaptar su comprensión y conceptualzación del lenguaje. De este modo, el amor no siempre es amor, el azul no siempre es azul y los regiomontanos de rancho podemos decir «ocupo» en lugar de «necesito».

Cuando alguien dice: «Amo mis zapatos nuevos», no entendemos por ello que tengan el deseo y la intención de iniciar una relación romántica, casarse o procrear con un par de tennis Fila Disruptor II horrorosos como los que hoy estan de moda. Entendemos por ello que tienen pésimo gusto en calzado. Dejando de lado las susticiones léxicas imprecisas más obvias, me gustaría explorar aquellas que se suelen confundir con mayor frecuencia y facilidad.

Amor, infatuación y obsesión

La mayor parte de mi vida creí, en varias ocasiones, haber experimentado el enamoramiento. Escuché tantas veces que «sabrás que estás enamorado cuando lo sientas» que, al sentir cualquier cosa que superase la mera atracción física, supuse que era amor. En retrospectiva, ese «amor» que viví, sufrí, y declaré públicamente, me provoca vergüenza. No se donde lo leí, pero alguien alguna vez dijo algo cómo: «El día que no pienses que el tú de ayer fue un idiota, has dejado de crecer.» Por el momento, estoy feliz de seguir creciendo. El caso es que aquello que he experimentado hasta el momento no fue amor.

Y, si no fue amor, ¿qué fue?

Uno de los conceptos que mas me he esforzado por cultivar en mi mente es aquel de la definición del amor en el sentido romántico. En cada reflexión, cómo una persona altamente técnica, analítica y curiosa, inevitablemente llegué a la conclusión de que el amor es una complicada serie de procesos bioquímicos que suceden en el cuerpo humano (principalmente en el cerebro) y su función evolutiva principal es fomentar la procreación de la especie. Habiendo dicho eso, ¿qué clase de filósofo quedaría satisfecho con una definición tan reduccionista (además de los Reduccionistas)?

He llegado a entender el «amor» cómo un conjunto de emociones y experiencias que simplemente refuerzan el sentido de co-dependencia entre dos o más personas. En el contexto romántico, cabe aclarar, es importante la reciprocidad en el sentimiento.

En mi definición personal del amor, un padre puede «amar» a su hijo sin ser correspondido, pero una persona no puede «amar» románticamente a otra sin que el amor sea bilateral. De ser unilateral el sentimiento, yo lo catalogaría como infatuación, en el mejor de los casos, y obsesión en el peor. Dicho de otra forma, la infatuación es el deseo intenso de una persona por desarrollar una relación amorosa con otra persona hasta niveles razonables, y la obsesión empieza cuando la intensidad y persistencia van más allá de lo saludable (para cualquiera de las dos personas).

La razón por la que creo que la reciprocidad es indispensable en el amor es que, para mí, el amor requiere una relación existente para germinar. Las relaciones no empiezan a causa del amor, sino de la infatuación. Una vez iniciadas, son las experiencias que la relación facilita, que a la vez refuerzan y extienden la relación en cuestión, que cultivan el amor. A medida que las personas involucradas se conocen más intimamente, atraviesan más experiencias importantes juntos, y adquieren familiaridad entre ellos, sus cerebros se acostumbran a tener y necesitar a la otra persona. Una vez que la familiaridad y co-dependencia crece a un grado superior al de la relación platónica promedio, entonces existe el amor.

Y, ¿quién dice que no se puede desarrollar dicha familiaridad y co-dependencia sin ser correspondido? Claramente no es imposible. Al estar, de forma prolongada, en un estado de infatuación por otra persona, es posible que el cerebro se acostumbre de más. Es posible que, entre fantasías inocentes y anhelo persistente, el cerebro, convencido de su propio deseo, desarolle los mismos sentimientos internalizados de familiaridad y co-dependencia. Esto es, en mi opinión, a lo que muchos nos referimos cuando hablamos de «obsesión». Así es. Dejando de lado las consecuencias, orígenes y detalles, la única diferencia conceptual entre el amor y la obsesión es la reciprosidad.

Hace tiempo descubrí que mis enamoramientos, al analizarlos con el beneficio de la retrospectiva, fueron simples infatuaciones. Aunque estas infatuaciones sucedieron en mi infancia y juventud extrema, por lo que no me preocupan mucho, me avergüenza admitir que, bajo mi definición, algunas pudieron haber sido obsesiones.

¿Cómo se que fueron meras infatuaciones y no amor? ¿Qué tienen estas infatuaciones en común?

No existió una relación

En primera instancia, nunca me «enamoré» de una persona con la que tuviera una relación significante, ya sea amistosa o platónica. En todos los casos, la persona se manifestó en mi vida y poco tiempo después, por mera exposición a su existencia (el 100% de las veces con asistencia de una belleza incuestionable), creí estar enamorado. De ese punto en adelante fuimos amigos, si no es que meros conocidos, y nunca hubo relación de la cual hablar.

De hecho, me atrevería a decir que aún después de que surgiera la infatuación, en todas y cada una de las ocasiones que me creí enamorado, las relaciones entre las mujeres en cuestión y yo permanecieron totalmente platónicas y superficiales. Esto no me detuvo de ir a contarle a mis amigos, padres y hasta mis hermanas, que me había enamorado de X o Y.

Ni siquiera las conocí

Aunque frecuentaba a cada una de las mujeres de las que me «enamoré», algunas a diario y otras, con suerte, una vez al mes, jamás me di la oportunidad de conocerlas. Tuve conversaciones con todas, pero no hay ninguna que recuerde. No exagero. Si apuntaran una pistola a mi cabeza y me amenazaran con matarme si no soy capaz de recordar aunque sea el tema de alguna de esas conversaciones, me muero. Lo que si tengo por seguro es que no podría juntar dos horas de conversación con cada una de ellas. Simplemente no hice esfuerzos por conocerlas.

Tal vez conocí su color favorito. Tal vez les dediqué su canción favorita. Tal vez supe si eran #TeamEdward o #TeamJacob y, para agradarles, les dije que yo también. Nunca supe que querían hacer de sus vidas. Nunca supe cuales eran sus aspiraciones, logros, miedos o arrepentimientos. Nunca me di una oportunidad de enamorarme de ellas. Mucho menos me di una oportunidad para que se enamoraran de mí.

Nunca fui correspondido

Desde que tengo memoria, he vivido bajo un refrán que mi papá me enseño y me recuerda cada vez que me ve dudar:

Hombre cobarde no goza mujer bonita.

El Doc

Interpretar el refrán no es difícil. Simple y sencillamente nos recuerda que para obtener cualquier cosa que valga la pena, es necesario arriesgar algo. Cuando practicaba el wakeboard de forma competitiva, significaba que para aprender un nuevo truco, ganar una competencia o, simplemente divertirme, tenía que poner mi cuerpo y, en algun nivel mi vida, en riesgo. Cuando quería un puesto importante en alguna función académica, ser admitido en una universidad, conseguir un trabajo o prácticas profesionales, significaba aplicar y arriesgarme a ser rechazado y considerado, al menos comparativamente, insuficiente. En todos estos ámbitos fui constantemente capaz de tomar el refrán y motivarme a actuar. En todos los ámbitos tuve éxito.

Durante mi vida he seguido el refrán en todos los sentidos. Todos menos uno. El sentido literal: las mujeres. Aún teniendo el refrán en mente, jamás he dejado de ser aquel hombre cobarde al que se refiere. En veintitrés años de vida, no he invitado a una sola mujer a cenar, al cine, o por algo tan simple como una cerveza.

Lo que esto significa es que el único que tiene la culpa de que que el «amor» jamás me fue correspondido soy yo. Para aclarar, aun que me hubiera atrevido a invitar a estas mujeres a salir y me hubiesen rechazado, no serían culpables ni responsables de mi desdicha. Simplemente quiero decir que ellas ni siquiera alcanzaron a tener voz en el asunto. ¿Quién sabe? Tal vez hasta rompí uno que otro corazón al mantener mi papel de hombre cobarde (no te preocupes, querido lector, esa ni yo me la creo).

El no ser correspondido significó que nunca hubo posibilidad de enamorarme. Cómo dije, el amor requiere reciprocidad. Sin reciprocidad, no hubo relación. Sin relación, no hubo oportunidad de compartir experiencias, conversaciones ni intimidad que, al pasar el tiempo, reforzaran en mi cerebro las emociones, sentido de familiaridad y co-dependencia que yo llamo «amor».

Mis reservas sobre el amor

No soy psicoanalista. Por más que pasara mil horas hablándome a mí mismo frente al espejo, no sería capaz de decir, con cualquier grado de certeza, el porqué me he vuelto tan afín al papel del cobarde en la adaptación del refrán de mi papá que es mi vida. Lo que puedo hacer es ofrecer una reflexión introspectiva de lo que pasa por mi mente cuando pienso en iniciar una relación.

Obviamente lo primero que pasa por mi mente cuando comienzo a considerar expresarle mi interés a una mujer, el primer obstáculo, es la posibilidad del rechazo. Es improbable que eso cambie en el futuro. Habiendo reconocido esto, el miedo al rechazo no es, para mí, un obstáculo que tenga mucho peso. El rechazo en sí es fácilmente superable. Más allá de la humillación del rechazo, lo que creo que a la mayoría de las personas verdaderamente les causa miedo es lo que el rechazo implica.

A la gente (yo incluído) le aterra la idea de que si son rechazados después de expresar sus sentimientos, entonces habrán hecho todo lo que está en su poder (dentro de lo razonable) y aún así no habrán logrado entablar una relación romántica con la persona que desean. Sus opciones (de nuevo, aceptables) se habrán agotado y tendrán que vivir el resto de su vida sabiendo que no hay nada que puedan hacer al respecto. Lo que verdaderamente aterroriza a la gente (y a mí) no es el rechazo, sino la impotencia.

Una vez que reconozco la impotencia que me causará ser rechazado, si eso no es suficiente para desalentarme, procedo a considerar lo que pasa si me llegan a decir que sí. Aquí empieza la verdadera razón por la que nunca he estado en una relación romántica.

Considero: ¿Qué desiertos debe uno atravesar para empezar una relación? La respuesta es peor de lo que recuerdo. Para iniciar una relación es necesario llevar a cabo el proceso de conocer a la otra persona a través de lo que hoy en día llamamos «citas». Idas al cine, a cenar, por un café, caminar por el parque. ¿Qué implican estas «citas»? Lo que implican son horas, a lo largo de semanas o hasta meses, en las que dos (o más) personas estan a solas, conversando sobre sus intereses, cosas que les han pasado recientemente, y, después de adquirir cierta intimidad, las cosas que verdaderamente les preocupan, fascinan y aquejan. Es aquí donde se puden empezar a conocer, desarrollar una relación y, por ende, enamorar.

Alguien que ha pasado por el proceso puede creer que mi interpretación no es la correcta. El caso es que a mi todo esto me parece un «trámite» larguísimo, y vaya que los trámites me provocan ansiedad. Idealmente, me gustaría evitar completamente la fase introductoria e ir directo a la relación «oficial». Lamentablemente no encuentro mejor forma de llegar a conocer a alguien lo suficiente para tener la confianza para entrar en una relación comprometida.

Y aquí está el verdadero problema. El compromiso. El verdadero villano en las relaciones románticas.

Hace tiempo me dejó de avergonzar el hecho de que para mí la atracción física sería imprescindible al entrar en una relación. Esto no me vuelve una persona superficial. Para mí hay muchas cosas más importantes que la atracción física en otras personas, pero eso no significa que la carencia de atracción física no sea suficiente para descalificarlas. Creo fervientemente que no existe razón para estar con alguien a quien no encontramos atractivo y disculparse no es necesario. Si hay algo que me gustaría que te llevaras de éste blog post es lo siguiente:

El amor, ya sea en el contexto romántico, amistoso, fraternal o familiar, no se lo debes a nadie. Esto es verdad sin importar que tan bien te caigan, cuanto te amen, o cuanto hayan hecho o sacrificado por tí. No le debes ni amor ni explicaciones a nadie.

Para citar una de mis películas favoritas, Las ventajas de ser un marginado (The Perks of Being a Wallflower), basada en la novela de Stephen Chbosky:

Aceptamos el amor que creemos merecer.

Sr. Anderson

La emoción es un componente cuya presencia en el amor es imperativa. Si no te nace, no te nace. No hay razón para esforzarse por sentirlo por alguien solo porque ellos lo sienten por ti. Esto es algo que entendí después de años de anhelar el «amor» de alguien más y, con el tiempo, entender que no tengo derecho a esperarlo de otros.

Mi consejo: acepta el amor que quieres, no el que puedes ni, como dice el Sr. Anderson, el que crees merecer.

Regresando a mi dependencia en la atracción física, sucede que soy víctima de un fenómeno particularmente frustrante. Con todo lo que valoro la atracción física, constantemente encuentro que mi percepción de la belleza y, por ende, el grado de atracción que siento por los objetos de mi infatuación, fluctúa impredeciblemente. Hoy pierdo el aliento por quien creo es la mujer más hermosa del mundo, mañana no encuentro la belleza que le atribuí.

¿Qué hago si empezamos una relación y a la semana me deja de gustar? ¿Terminar la relación? Lo último que quiero, en serio, es lastimar a alguien. Si sucediése lo mismo pero desde la persepctiva de mi pareja, no me quejaría en lo absoluto. ¿Hacerlo yo? Jamás. Por lo mismo, he llegado a creer que, de estar yo en una relación, mi única salida sería que me dejen a mí.

El compromiso me asusta no porque salir de el sea imposible. Definitivamente no lo es. Lo que me asusta es que el compromiso solo se acaba cuando se rompe. Las probabilidades de que dos personas pierdan el interés, que se acabe el amor, al mismo tiempo existen. Sin embargo, son bastante bajas. Aún si fueran mucho más altas, la mera posibilidad de que el fin de una relación no sea por acuerdo mutuo es suficiente para hacerme pensar dos, tres, y hasta mil veces antes de empezar.

Estas, y muchas más, son las razones por las que, hasta el momento, no he tenido (ni me he dado) la oportunidad de enamorarme.

Viendo a futuro

¿Qué depara el futuro para un hombre cínico y tan difícil de enamorar como yo? A pesar de todo lo que he dicho, espero que amor, romance y une vie en rose. A pesar de mis reservas y mi exterior cínico, por dentro sigue viviendo el niño inocente que le hacía dibujos y le dedicaba poemas y canciones originales a las mujeres que le gustaban. Ese niño es la parte de mi que, cuando intenta dormir, permanece despierto, acostado al lado únicamente de la soledad que lo sigue de día.

A veces en esos momentos de profunda e hiriente introspección me gustaría cambiar el pasado. Tal vez quitar al hombre cobarde y en su lugar poner a un valiente que no le tema ni al rechazo ni al compromiso. Tal vez haber invitado a esa mujer a salir. Aún con esos anhelos y añoranzas, mi introspección siempre me lleva a la misma conclusión. Tal vez cambie en un futuro, pero el hombre cobarde del pasado lo quiero exactamente como fue. Después de todo, fue gracias a el que llegué a entender el amor de una forma más profunda y, en mi muy humilde e inexperta opinión, más correcta. Tal vez para alcanzar la vie en rose, fue necesaria una juventud sans romance.

Comparte tu reflexión

Por último, me gustaría dejarte algunas preguntas para reflexionar:

  • En retrospectiva, ¿has experimentado alguna infatuación (u obsesión) que confundiste con amor?
  • ¿Has estado con alguien alguna vez, solo porque sentiste que le debías reciprocidad por su infatuación?
  • ¿Sabes exactamente lo que significa el amor para ti? ¿Es diferente a la infatuación?
  • ¿Crees que es posible estar románticamente enamorado de alguien que no encuentras atractivo?
  • ¿Es posible que desarrollar sentimientos románticos por alguien lo haga, en tus ojos, físicamente atractivo?

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